miércoles, 19 de mayo de 2010

Tributo

Para JB y KG. El tributo del tributo, jamás superará el original.

Debo advertirles que éste conjunto de palabras que están leyendo en éste momento, corresponden a una historia completamente verídica. Y les juro sobre la tumba de todos mis antepasados, que todo lo que leerán a continuación ocurrió realmente. Si. Ni una sola palabra que puedan leer aquí exagera o contrarresta alguno de los hechos que, por muy increíbles que puedan sonar, me tocaron vivir aquel día. Bueno, vamos al grano. Con ustedes, mi humilde historia: Tributo.

Todo comenzó en Diciembre del año pasado. Las personas que optaron por el nuevo experimento de la Universidad Católica, bautizado como “College”, entenderán en la pesadilla en la cual me encontraba inmerso. Para el resto que eligió una carrera normal, o simplemente no eligió una carrera, les cuento que en Diciembre se toman los ramos para el primer semestre del año siguiente. Ahora, ¿Por qué digo pesadilla? Mientras más opciones para elegir uno tiene, es decir, mientras mayor es la libertad de elección, más difícil es tomar la decisión. Como diría Sartre, la libertad de elección nos condena a la angustia, el desamparo y la desesperación. Mi intención no es sonar como un intelectual snob, de partida porque estoy muy lejos de ser intelectual y principalmente porque jamás e leído a Sartre (me leí un resumen para esa prueba), sino ejemplificar que para un alumno del College, la toma de ramos es lo más parecido a una crisis existencial.

Bueno, tal vez solo sea yo. La cosa es que elegir seis ramos cuando la oferta de éstos parece tender al infinito, no es tarea fácil. Sumido en la más profunda desesperación decidí esperar por alguna señal divina. Bueno, talvez la palabra no sea esperar, ya que jamás me imagine que realmente ésta aparecería. Pero señoras y señores, ésta apareció.

Por mi ventana se asoma una silueta, con destellos de luces blancas y doradas que iluminaron toda mi pieza. Quede pasmado. En un principio pensé que era Hagrid de Harry Potter, pero no me demoré mucho en darme cuenta que se trataba, nada más ni nada menos, que del mismísimo Karl Marx.

Pese a mi descomunal asombro, la divina aparición fue bastante menos destacada que las clásicas apariciones de las películas. Pero no me quejo, ya que en los tres segundos que estuvo Marx asomado por mi ventana dijo las palabras precisas para poner fin a mi martirio y así, finalmente, quedar de vacaciones. Y éstas fueron: “Taller de cuentos”.

Aunque el sol no se fue, el verano si lo hizo, y fue tiempo de volver a clases. Mi primera clase de taller de cuentos me dejó satisfecho, y las siguientes también. Marx había realizado una buena elección, y yo estaba profundamente agradecido. Bueno, eso fue hasta cierto día. El día en el que se forjó mi destino. El día en que el profesor nos cito a una salida a terreno a un local en Lastarria, y nos dio la misión de escribir un cuento que relacionara de alguna forma aquel café con cualquier historia de tema libre.

Me pase toda la semana tratando de escribir algo. Todos los intentos, además de ser bastante malos, ayudaron a frustrarme aún más. Traté de escribirlo muchas veces. Fallé en todos. A la semana siguiente me presenté sin el cuento, y ahora ya era personal. Tenía otros siete días para idear un cuento, y no me la iba a ganar. Maldecía a Marx en todos los idiomas posibles, y por mucho que esperara por señales divinas, estas no llegaban.

Decidí volver al local en Lastarria en busca de alguna idea o indicio. Estuve un buen rato mirando el lugar, a la gente, la vista, el barrio, aunque no se me ocurría nada. Pero algo realmente increíble sucedió. Resignado salí del lugar y me puse a caminar rumbo al metro. Solo tres pasos bastaron para verlo. Estaba ahí posado sobre la vereda, mirándome fijamente como implorando porque lo recogiera. Era un hermoso espécimen de un billete de veinte mil pesos. De esos que e visto en muy contadas ocasiones en mi vida y ahora solo nos separaban unos pocos metros. Lo miré fijamente de vuelta, creo haber escuchado a Andrés Bello implorándome porque lo recogiera. Y así lo hice.

Cuando llegue a mi casa, saque el billete de mi bolsillo para contemplarlo. Lo mire una y otra vez. Sabía que la clave de mi cuento estaba en él. Mire a Andrés Bello, y le pedí que me diera alguna ayuda. Por segunda vez en mi vida, mi pieza se iluminó con un destello luminoso procedente de una fuente totalmente ajena a mi ampolleta. Claro que ésta vez no se trataba de Marx, sino del mismísimo Andrés Bello, quien comenzó a realizar unos ruidos demoníacos y a arrojar destellos de colores imposibles de describir con palabras, desde dentro del billete.

- ¡Tú! – me gritó.

- ¿Si?

- ¡Tienes que escribir el mejor cuento del mundo!, o si no… ¡Me comeré tu alma!

Con el billete en mis manos comprendí que toda mi vida no había sido en vano. Comprendí que todas las acciones de mi vida se debían a que el destino quería que ese billete de veinte mil pesos estuviera en mis manos. Y comprendí porque Marx me eligió a mí, para entrar al taller de cuentos. Miré fijamente a Andrés Bello y le respondí: ¡OK!

Y comencé a escribir lo primero que se me pasó por la cabeza. Y justo resultó ser… EL MEJOR CUENTO DEL MUNDO. Mírenme a los ojos. No es difícil ver que uno y uno son dos, y que esto fue obra del destino. Tampoco es necesario que les cuente que Andrés Bello estaba estupefacto. Tenía los ojos desorbitados cuando leyó mi cuento. Me presentó sus respetos ante tal magnifica creación, se despidió, y luego se desvaneció en mis manos sin dejar más que cenizas.

Estimados lectores, éste no es el mejor cuento del mundo. Éste es solo un tributo. Porque aquel cuento que escribí esa noche, se desvaneció junto al billete y jamás podrá volver a ser leído. Me tienen que creer, y desearía que hubiesen estado ahí para escucharlo. Estimados lectores, ni siquiera me acuerdo del mejor cuento del mundo. Éste… es solo mi humilde tributo.


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